Un joven abogado cristiano, solía pasar los
domingos en casa de su madre y hermana,
que vivían un poco alejadas de la ciudad.
El padre había muerto hacia unos pocos años,
así que él se encargaba de dirigir el culto familiar.
Cierta noche, después de la oración, la madre le reprochó:
“No me gustan estas oraciones tan cortas que tu haces.
Y mucho menos, después que he leído en los periódicos que el otro día tuviste dos horas
hablando ante el Tribunal.
“Tienes razón, mamá… contesto el joven, pero tu olvidas que el Señor no es tan duro de cabeza ni de corazón como los jueces.
El entiende perfectamente lo que quiero decirle, y no tengo necesidad de convencerle repitiendo una y otra vez la misma cosa”.
No es la exención de nuestras oraciones, sino su profundidad lo que cuenta a los ojos de Dios...
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